miércoles

El lunes trabajé todo el día en pijama con el delineador corrido porque el domingo llegué a casa tan mentalmente agotada que no tuve fuerzas ni para aplicar los mil productos carísimos que esta vida burguesa me apremió en mi no tan adolescente cara.
El domingo también, odié mucho a un taxista que me hablaba sin parar a las 00.30 a eme sin entender que atrás de mi barbijo y mis ojeras había mucho dolor de cabeza y 9 horas en una radio. Lo odié más cuando se la pasó contándome donde vivían todos mis compañeros de trabajo, de los que se encarga de anotar en un cuaderno a qué hora salen para estar cerca y que los viajes le toquen a él y a otros tres cómo él. En un momento me iluminé y me acordé de mi recurso olvidado para que no me hable gente indeseable, que es inventar conversaciones por celular. Cómo amo a mi yo adolescente por haber inventado ese recurso y cómo amo a mi yo actual por poder rescatarlo. Después, cuando logré que el taxista se callara me dediqué a observar todas las casas y parques de Avenida Libertador y a escuchar el compilado de grunge que sonaba de fondo.
Ayer desperté a mi pibe en medio de la noche para preguntarle si cambiaría algo de su vida y los dos coincidimos que salvo por su salud mental, nuestra vida es genial y perfecta. Seguro lo decimos por la cafetera nueva que pegamos porque los vicios nunca mueren.
Ayer también, le regalé un libro a mister bipolaridad porque algunas relaciones enfermizas tampoco mueren nunca.
Como le dije a Flequi en un mail, ruego porque este año no nos de un ACV por la cantidad de trabajos extras que agarramos y tengamos mucha plata para encontrarnos en algún lugar re hipster a bardear banditas de mierda, porque claro, agarré un laburo nuevo en medio de la pandemia. Lo bueno es que voy a poder seguir comprándome zapatitos extremadamente caros, que últimamente son mi única satisfacción junto con leer a Lucía Berlín.